El mapa y el territorio
Hamlet señala el cielo y se vuelve hacia Polonio: “¿Veis aquella nube cuya forma es semejante a la de un camello?”. Polonio, quien ha entrado en la corte para persuadir al joven descarriado de que visite a su madre, la reina, sigue la mirada del príncipe. “¡Dios! ¡Es verdad, se asemeja a un camello!”, responde amablemente. Sin embargo, Hamlet no está satisfecho y sigue arrastrando al cortesano en su ensoñadora contemplación del cielo. “O quizá se parezca más a una comadreja”, se contradice. “Sí, tiene el dorso de una comadreja”, llega enseguida, algo impaciente, la respuesta de Polonio. Pero el príncipe no ha terminado. “¿O de una ballena?”, insiste. Ahora realmente está tanteando los límites, pero Polonio, carente de imaginación y decididamente pragmático, no tiene manera de evitar ser tomado a la chacota por su señor; su lugar en la corte lo obliga a ser constantemente amable: “Sí, de una ballena”, es la única respuesta que, dócilmente, puede proferir. Y, cuando parece que el príncipe podría seguir jugando indefinidamente con el viejo vasallo tonto como con una marioneta, abruptamente da el juego por terminado: “Entonces iré pronto a ver a mi madre”. (Citas tomadas de Hamlet, traducción de Ariel Dilon, Buenos Aires, Longseller, 2005, pp. 183- 184).
¿Qué es lo que sucede durante este breve interludio? ¿A Hamlet realmente le importa este vano capricho? ¿Está postergando, con unos pocos momentos de infantil ensoñación, la inevitable responsabilidad de vengar la muerte de su padre? ¿Es éste uno de los primeros indicios de que se está hundiendo en la locura más profunda? ¿O tan solo persiste en engañar a Polonio, distrayéndolo de su tarea? Tal vez, en ese momento, Hamlet comprende que la capacidad de hacer asociaciones libres, de traer a la conciencia cosas que no están allí, de interpretar la propia perspectiva y de interpolarla en la cruda materia de la vida cotidiana, es una manera de retener su propia humanidad dentro del caos siniestro de la corte. Es durante esos momentos, aparentemente caprichosos, cuando se plantan las semillas de sus acciones posteriores, tan nobles como trágicas.
En los dibujos de Mariana Sissia, materias primas como el grafito y el papel son utilizadas para explorar la naturaleza del pensar y del obrar. Mientras que el proceso de pensar suele entenderse como algo siempre y únicamente interno, separado de las acciones que tienen lugar en el mundo, Sissia utiliza el trazo dibujado para fundir una experiencia psicológica con una experiencia física. Como Hamlet, ella trae a la luz una nueva realidad. Y, al igual que las de Hamlet, sus visiones son fugaces y personales, y escapan a la interpretación: su efecto es acumulativo, más que lineal. No se resuelven en relato, sino que evocan docenas de relatos, naturales e históricos, estéticos y sociales. Sissia los llama “Paisajes mentales”, sugiriendo que la mente es un territorio tan rico como cualquier territorio tangible, e invitándonos a formularnos esta pregunta: ¿adónde nos lleva un mapa de la mente?
PAISAJES
Sissia ha descrito su proceso como una suerte de trabajo detectivesco introspectivo, por el cual revela los mecanismos internos de su mente a través del uso meditativo del frottage sobre papel. Estos frotamientos, por su misma naturaleza, libre y controlada a la vez, evocan una asombrosa colección de pensamientos e imágenes. Como me ha dicho la propia artista:
No tengo un plan antes de empezar o, más bien, el plan es no tener un plan [...] dejar que [el dibujo] tome forma a través del rastro que el frottage deja sobre el papel. Sobre la base de la intuición, decido sobre qué superficie frotar el papel, en qué ubicación exacta hacer el frottage, qué espacios dejar en blanco y cómo interpretarlo. Lo concibo como un “guión” que toma forma aleatoriamente, una forma que interpreto de acuerdo con mi estado emocional.
A pesar de toda la introspección y delicada meditación de estos dibujos, Sissia evoca también la asombrosa variedad del mundo natural. Capullos en flor, erupciones volcánicas, húmedas rocas en medio de la corriente, coníferas que florecen en la ladera de una montaña... la proliferación y expansión de estas texturas naturales dan forma a una especie de paisaje no resuelto que fluye transitoriamente a través de la conciencia del espectador. Esta atención reflexiva al paisaje como espacio mental no debería sorprender, ya que dos de las influencias que Sissia menciona habitualmente son los pintores románticos Caspar David Friedrich y J.M.W. Turner, que infundieron en sus representaciones pictóricas de paisajes unas complejas resonancias psicológicas. Sissia comparte la aproximación de ambos pintores a lo sublime, que inunda lo bello de un abrumador sentido de asombro. Ella emplea de maneras diversas ciertos elementos repetidos que se transforman incesantemente, desde lo delicadamente decorativo en formas floridas (estampadas en papel de empapelar) hasta lo vorazmente implacable en forma de lava volcánica que avanza sobre la tierra, devastando todo a su paso.
En estas obras, la relación entre superficie y terreno se complica con las manipulaciones que efectúa Sissia sobre el papel, colmado de enmarañadas líneas de lápiz que recuerdan troncos nudosos de árboles, alisado en otros lugares como un guijarro pulido por el mar. Cuando aparece una brecha en el dibujo –el lápiz que se afina hasta revelar el sustrato de papel–, ¿el espectador desciende a un abismo sin forma, o es simplemente el sol que se abre paso por entre un cielo nuboso? Uno imagina poder presionar el propio rostro contra la suave piel de un animal que da la impresión de aparecer en medio de densas capas de haces de paja, cuando, de repente, este sosiego se desmorona para ser remplazado por el vértigo de una perspectiva aérea elevada. El entorno es totalizador, y no podemos discernir si estamos mirando una superficie que se halla frente a nosotros, como una pared, o si miramos desde arriba, como en una visión a vuelo de pájaro. A medida que cambian las escalas y mundos grandes y pequeños se alzan y se derrumban ante nuestros ojos sobre el papel, la artista complica nuestra noción de una línea que separa la experiencia activa de ser en el mundo de la experiencia estética que le ocurre al espectador del dibujo.
La técnica de Sissia sugiere una respuesta introspectiva al Action painting de mediados del siglo XX, que enfatizaba la relación entre el proceso físico de realizar la obra y la presencia física de ese proceso en la forma terminada. Como ella, esos pintores buscaron maneras de rodearse a sí mismos de su propio trabajo durante su realización. Pero, en contraste con el drama extremo de cierta abstracción gestual, el trabajo de Sissia tiene escala humana. Lo activo y lo meditativo convergen una y otra vez en los dibujos: ella ha dicho que ve cada dibujo como “el mantra que repito con el fin de alcanzar un cierto estado. Cuando mi respiración se aquieta y mi mente queda en blanco, el dibujo toma forma y se expande como una substancia orgánica”.
Aun cuando exploramos este entorno complejo con un intrépido sentido de la aventura, nos vemos llevados a una lectura más psicológica del paisaje. Delicados dedos parecen haber impreso sus huellas en mil lugares sobre la superficie de cada dibujo, pero, ¿cómo leemos la evidencia que han dejado? Asimismo, la confluencia de forma y textura se resuelve, a veces, en un test de Rorschach casero y meticuloso. Con mano traviesa, Sissia crea confusión entre el aleatorio sentido asociativo de la mancha de tinta y la significación visual, cuidadosamente articulada, asignada por un artesano. Las materias primas del mundo desbordan de sentido, cultural, espiritual y personal: estanques de agua se funden en figuras, ventanas manchadas parecen revelar repentinamente la huella de la mano de Jesús. Las superficies de los dibujos de Sissia parecen ser el perfecto reflejo de cien formas de significación. Cada día, lo que nos rodea parece preguntarnos: “¿Qué ves? ¿Qué te cuenta lo que ves? ¿Cómo lo lees?”. La artista parece sugerir que, en estos dibujos, esa contemplación es compartida: ella nos invita al fluir de su conciencia, que el trazo y la textura han vuelto visible. Como Hamlet, observamos las nubes que pasan, asiéndonos de cualquier sentido que puedan ofrecernos antes de que desaparezcan de la vista; reconociendo que todo podría ser una aparición producida por una mente activa, pero que no por ello es menos significativo.
MOVIMIENTO
Recientemente, Sissia ha comenzado a ubicar sus dibujos en el centro de la galería, haciendo que cuelguen a través del espacio vacío. En la medida en que sus intrincadas superficies adquieren volumen, su inmovilidad sufre ocasionales perturbaciones: los dibujos ondulan o se curvan cuando un visitante entra en la sala. Si bien este movimiento se relaciona con algunas formas del arte cinético, los dibujos parecen menos independientes que muchas obras de esa escuela, más sensibles a la actividad humana. Cuanta más gente hay en el lugar, más se mueven las obras, creando la agradable ilusión de que los dibujos son sociables: que los entusiasma la presencia humana. El movimiento literal en el ambiente hace eco gratamente al movimiento implícito, metafórico, de las formas sobre la hoja.
Dado que ocupan el espacio con su contorsión e inclinación, la fragilidad de los dibujos se revela como una suerte de fuerza muscular. Le recuerdan al espectador el cuerpo de un bailarín: el movimiento más simple puede acarrear un poder extremo cuando combina sutileza y control absoluto. Como el amplio vuelo del pie o la contorsión de la muñeca de un habilidoso intérprete, cada dibujo parece invocar una profunda significación con una extrema economía de medios. Ingeniosamente, Sissia utiliza el espacio aparentemente hueco de la galería para recordarle al visitante que, incluso en un espacio que parece vacío, la actividad y el movimiento son constantes. Es a través del audaz tamaño de sus obras como se acerca a este fin: como olas, sus dibujos se hinchan y barren el espacio de la galería. No obstante, Sissia no piensa en este método de instalación de la obra como una performance; más bien, ello activa cualidades latentes en los dibujos mismos. La superficie de cada dibujo es una exploración tan ligera y diestra de la intersección entre el vacío y la materia que la ubicación que les da en el espacio resulta particularmente inteligente: están hechos de aire y, por lo tanto, se siente que el aire es constitutivo de la experiencia que ellos proponen.
HISTORIA
Ya que la obra de Sissia presenta una visión singular e idiosincrática, no debe sorprender que sus influencias sean eclécticas y de amplio alcance. La profundidad de su conocimiento del arte occidental se expresa de maneras tan rigurosas como juguetonas, como lo evidencian sus referencias al arte cinético y a la pintura de paisaje, ya mencionados. Sin embargo, uno puede situar sus dibujos dentro de una serie de tradiciones que anteceden a la aparición, más circunscrita en el tiempo, de los movimientos del arte moderno: tradiciones como el arte del tapiz, la pintura asiática en rollos y la pintura rupestre, cada una de las cuales tiene una historia larga y compleja. El compromiso de Sissia con ellas indica la profundidad y amplitud de su proyecto.
Las pinturas en rollo generalmente difieren de la pintura occidental en sus respectivos modos de ser abordadas por el espectador: mientras que la segunda se observa desde una distancia, las primeras, históricamente, han sido contempladas de cerca, a un ritmo individualizado, a medida que el espectador o la espectadora desenrollan la obra por sí mismos. Las pinturas en rollo no están hechas, usualmente, con la expectativa de que vayan a ser vistas como una totalidad; más bien se las aprecia por etapas, a medida que se las enrolla y desenrolla. Una de las cualidades más impactantes de esas obras es la elasticidad del tiempo: se podrían representar las fases de la vida de un guerrero en una única hoja de pergamino que mostrara, por ejemplo, al muchacho que en sus lecciones arremete contra un sí mismo ya adulto en medio del fragor del campo de batalla. Sissia juega con esta elasticidad a su propio modo, en la medida en que sus formas abstractas aparecen y desaparecen, una tras otra, en un teatro sin fin. Como los pintores de rollo tradicionales, atribuye una importancia muy marcada al formato –las hojas largas y estrechas de papel delgado y translúcido– que está ausente en el dibujo y la pintura occidentales, donde el rectángulo o el cuadrado se dan por descontados en la mayoría de los artistas. Su uso del papel de arroz subyace a su deuda con la forma de la pintura sobre rollos. Sissia refleja esta tradición también en la factura de su obra: ella ha dicho que comienza cada día en una sección diferente del dibujo, sin mirar atrás para considerar los esfuerzos previos; la mayoría de las veces, ni siquiera ve sus dibujos más grandes en su totalidad hasta el día de la inauguración de la muestra.
Como es bien sabido, Le Corbusier llamaba a los tapices “murales nómades”, y en Sissia –quien se ha referido a sus propios dibujos como “arquitectura conceptual”– es evidente la atracción de la confluencia de lo concreto y lo efímero. Como forma de arte antiguo, los tapices fueron apreciados por su habilidad para representar grandes escenas de importancia religiosa, militar o real, sin dejar de ser fácilmente transportables, puesto que se los podía enrollar y trasladar cada vez que fuera necesario. Su forma simple y repetitiva coquetea con lo decorativo y lo doméstico a la vez que trasmite los mitos y la historia en una escala épica.
De hecho, cuando las superficies de papel de arroz de Sissia flotan en la brisa, uno empieza a compararlas con escudos de armas, o con delicados estandartes. Al principio su fragilidad parece socavar su carácter impresionante, pero el observador enseguida se da cuenta de que todas las banderas están hechas para moverse: a diferencia de un sello o de un cartel impreso, las banderas adquieren poder con su movimiento visible, mientras ondean y se bambolean sobre las cúpulas o en lo alto de los mástiles de los navíos. No importa cuán llenas de vida y de movimiento estén, ellas permanecen siempre en el reino de la representación, sin volverse nunca del todo “reales”. Acaso sea esta combinación la que resulte más intrigante: las imágenes de Sissia, por su tamaño y alcance, requieren atención e invitan a la reflexión, pero son, al mismo tiempo, grises, borrosas e indeterminadas; y plantean más preguntas de las que responden. Hay un sentido del humor en la insistencia de la artista en que sus formas, tranquilas y sutiles, se presenten como inevitables, sin remordimientos, incluso ampulosas. Hay algo ceremonioso en ellas, y transmiten un orgullo tentativo al engalanar el espacio, brindando un sentido de solemnidad y de celebración simultáneas. Pero, ¿a qué pequeña nación representan? ¿En nombre de qué humildes gentes se han alzado estos estandartes? A diferencia de los tapices, en la cosmogonía de Sissia, los mitos y las historias son más evocativos por su falta de especificidad. En realidad, sus obras no representan narrativas legibles, así como no funcionan como arquitectura real. Si hay en ellas algún signo o símbolo, debería ser leído como una constelación, ser considerado con la misma combinación de significación y misterio que los hombres han buscado y hallado en las estrellas durante miles de años.
Por último, sus dibujos hacen pensar en los dibujos más antiguos de los que tengamos noticias: los que se encuentran en cuevas que datan de los tiempos prehistóricos. Uno puede fácilmente imaginar un caballo, un alce, o un cazador que empuña una jabalina tomando forma en los surcos y contornos de su maraña gris de grafito. Se piensa que la pintura rupestre era una práctica ritual: los cazadores pintaban animales con el fin de conjurar una futura caza más exitosa, mientras que los chamanes adornaban las paredes de la caverna con la esperanza de extender su poder. La técnica meditativa de Sissia hace eco a este sentido del dibujo como hecho espiritual. Sus dibujos recuerdan, además, el extraño no lugar del arte rupestre: sobre paredes oscuras, animales y símbolos flotan en un espacio sin sustento, despojados de cualquier sentido de tiempo o de ubicación. Al imaginar el dibujo de Sissia sobre una pared de Lascaux, no obstante, al observador le sería difícil determinar dónde acaba el dibujo y dónde empieza la superficie de piedra de la cueva. Imaginadas dentro de ésta, las marcas en la pared se volverían parte de la imagen; el patrón de la piel de cada animal se fundiría con erosiones y manchas de barro. Los rasguños y abrasiones en el papel, producto de la técnica de frottage de Sissia, incluso hacen pensar, en algunos lugares, en la intervención directa del arañazo o el zarpazo de criaturas vivientes. Cada marca es también un frotamiento, una incisión, dentro de la página; superficie y sustrato están inextricablemente conectados. Como un arqueólogo, Sissia excava tanto como dibuja.
¿Por qué dibuja Sissia? Acaso las preguntas más básicas conducen a la más provocativa exploración de la significación detrás de su obra. Aunque muchas de sus influencias pueden encontrarse en la pintura, ella arraiga su obra enfáticamente en la técnica del dibujo. ¿Qué la impulsa, una y otra vez, al uso del lápiz en tantas permutaciones? A menudo se describe el dibujo como una forma de pensamiento: es crudo y directo; la relación entre el instrumento del trazo y el sustrato está, en él, poco mediada. De hecho, Sissia ha dicho que no utiliza el color en sus dibujos porque siente que se interpondría ante el sentido puro del gesto que ella está intentando transmitir. La historia del dibujo es la de la exploración y la observación: los dibujos se usan para articular lo que el dibujante ve. El dibujante es un inventor: cada una de sus decisiones es visible en el producto final, como una forma de pensamiento visual, que existe en tiempo presente, y siempre llena del potencial de un mayor embellecimiento. Sissia frustra esta expectativa: su uso del frottage es tanto una evidencia de su mano como del borrado de ésta; la técnica crea una tensión entre la presencia y la ausencia del artista.
Dibujar es una búsqueda intelectual, incluso filosófica; las teorías más tempranas del dibujo invocaban la noción platónica de la representación del ideal en la naturaleza. Los primeros dibujos de paisajes de Sissia eran mucho más literales en términos de esta relación: ella observaba la vista que le interesaba, y luego trataba de reproducirla. Hoy, sus dibujos explotan la tradición mimética borroneando la línea entre lo que percibe y lo que siente. Ella desafía la noción de precisión en términos de la observación: las líneas en su obra parecen crear las fronteras no de formas distintas e identificables, sino de borrones, manchas y formas ambiguas. El dibujo también le permite a un artista construir una imagen lentamente. En el caso de Sissia, los trazos individuales se acumulan para producir un paisaje paradójicamente vasto y cohesionado de gesto y de tono. Sus líneas a menudo parecen estar siguiendo algún camino que el espectador no puede discernir del todo. Mientras que tradicionalmente la técnica del dibujo se considera como el paradigma de la mímesis, ella sugiere que se la podría usar para socavar la idea misma de que la naturaleza puede ser observada directamente. Hay, más bien, una relación simbólica entre el observador y lo observado. Los dibujos de Sissia evocan el hecho de que la experiencia es tanto algo que uno efectúa como algo que a uno le sucede. La vida, a medida que es vivida, deja sus marcas en nosotros.